En una era distante, en el místico país de Japón, vivía una pareja de ancianos. Su vida tranquila y laboriosa en el bosque estaba marcada por la falta de descendencia, un vacío que llenaban con el amor que se tenían el uno al otro. El hombre, un leñador dedicado, y su esposa, una mujer solícita, compartían su cotidianidad en armonía con la naturaleza.
Un día, mientras el leñador cortaba madera y su esposa lavaba ropa en el río, hicieron un descubrimiento asombroso que cambiaría sus vidas para siempre: un enorme melocotón flotando en el río. Juntos, lo llevaron a la orilla, y al abrirlo, para su sorpresa, encontraron a un niño pequeño, de piel blanca y ojos negros como el azabache. Con alegría y amor instantáneos, lo adoptaron como su hijo y lo llamaron Momotaro, que significa ‘Niño del Melocotón’ en japonés.
Momotaro creció para convertirse en un joven fuerte y saludable, superando en vigor a todos los niños de su aldea. Su naturaleza bondadosa y su valentía lo hicieron querido y respetado por todos. Pero su aldea enfrentaba una amenaza constante: diablos que asolaban su tranquilidad, robando y causando miedo entre sus habitantes.
Al alcanzar la mayoría de edad, Momotaro aceptó la misión de salvar a su pueblo de estos diablos. Armado y provisto de provisiones, emprendió su viaje hacia Onigashima, la Isla de los Diablos. En su camino, se encontró con un perro hambriento, a quien ofreció comida y pidió ayuda en su misión. El perro, agradecido, aceptó unirse a él.
Más adelante, se cruzaron con un mono y un faisán, a quienes Momotaro también ofreció comida y pidió ayuda. Ambos aceptaron, y así, el valiente Momotaro y sus tres nuevos amigos animales se embarcaron hacia Onigashima.
Al llegar, el faisán voló sobre la isla y descubrió que los diablos estaban durmiendo. Aprovechando la oportunidad, Momotaro y sus compañeros ingresaron a la fortaleza de los diablos. El mono abrió la puerta desde dentro, y juntos confrontaron a los diablos, que fueron tomados por sorpresa.
La lucha fue intensa, pero gracias a la valentía y la astucia de Momotaro y sus amigos, los diablos fueron derrotados. Momotaro exigió que prometieran no molestar más a su aldea y devolvieran lo que habían robado. Los diablos, exhaustos y vencidos, accedieron a sus demandas.
Momotaro y sus amigos regresaron a la aldea como héroes, llevando consigo las riquezas recuperadas. La aldea celebró su regreso y la victoria sobre los diablos, y Momotaro compartió el crédito de su éxito con sus leales amigos animales.
Este cuento, lleno de aventuras y enseñanzas, es un claro ejemplo de la rica tradición cultural de Japón, donde la valentía, la bondad y la lealtad son valores altamente apreciados. Momotaro, el niño nacido de un melocotón, simboliza la esperanza y la fortaleza que a menudo surgen de los lugares más inesperados.
Historias como la de Momotaro son herramientas poderosas en la educación y el desarrollo de los niños. En la web de Cenicientas, padres e hijos pueden encontrar un tesoro de cuentos, fábulas, biografías, y lecciones de historia del arte. Cada historia está cuidadosamente seleccionada para ofrecer no solo entretenimiento, sino también valiosas lecciones de vida.
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Hace muchos años vivía en el lejano el país nipón una pareja de ancianos que no había tenido hijos. El hombre era leñador y su esposa le asistía en la labor diaria recogiendo leños y maderas.
Un día salieron los 2 al campo y mientras que el hombre trabajaba, se aproximó al río a lavar la ropa ¡Menuda sorpresa se llevó la buena mujer! Flotando sobre las aguas vio un enorme melocotón. Llamó a su marido y entre los 2, lograron llevarlo hasta la ribera.
Si hallar un melocotón gigante fue algo extrañísimo, más extraño fue lo que vieron dentro… Al abrirlo, de su interior salió un pequeño niño de tez blanca que sonriente les miraba con sus grandes ojos negros como el azabache. Los ancianos se pusieron contentísimos y se lo llevaron a casa. Le llamaron Momotaro, puesto que, en nipón, Momo significa melocotón.
Momotaro medró sanísimo y fuerte, más que el resto de los niños del pueblo. Con el tiempo se transformó en un joven benevolente al que todo el planeta deseaba y respetaba.
Por aquellos años con cierta frecuencia asaltaban la aldea unos diablos que ponían todo patas para arriba, robando todo cuanto podían y asustando a sus habitantes. La tarde en que Momotaro alcanzó la mayor parte de edad, todos plantearon que fuera quien salvara al pueblo de los molestos diablos.
– ¡Es un honor para mí! Voy a ir a Onigashima, la Isla de los Diablos y les voy a dar un buen escarmiento a fin de que no vuelvan por acá – afirmó el joven mientras que le ponían una armadura y le daban provisiones para unos días.
Dispuesto a cumplir su misión lo antes posible salió del pueblo y tras múltiples horas caminando, el valiente Momotaro se halló con un can.
– Hola Momotaro… ¿A dónde vas? – le afirmó el animal.
– Voy a la isla de Onigashima a derrotar a los diablos.
– ¿Me das algo de comer que tengo mucha apetito? – preguntó el perro.
– Por supuesto que sí. Llevo bolas de maíz… ¿Te vienes conmigo a la isla y me ayudas?
– Sí… ¡voy a ir contigo! – le respondió el can agradecido.
Al rato, Momotaro y el can se cruzaron con un mono.
– Hola… ¿A dónde vais tan veloz?
– Vamos a Onigashima a vencer a los diablos de la isla ¿Deseas venir con nosotros? Llevo ricas bolas de maíz para todos.
El mono admitió y se unió al conjunto a cambio de un tanto de comestible. Poco después se les aproximó un faisán.
– ¿A dónde os dirigís, amigos?
– A Onigashima, a ver si logramos deshacernos de los diablos- aseveró Momotaro.
– Perfecto, me apunto a asistiros – afirmó el faisán con voz algo chillona. A cambio, Momotaro compartió asimismo con él su comida.
Llegaron a la costa y el extraño cuarteto embarcó en un velero que les llevó hasta la isla. Cuando divisaron tierra, el faisán voló sobre ella para echar una ojeada y retornó a donde estaba el navío.
– ¡Están todos dormidos! ¡Vamos, entremos! – chilló desde el aire a sus compañeros.
Desembarcaron y se aproximaron a la enorme muralla tras la que se refugiaban los diablos. El mono entró en acción y escalando por el alto muro de piedra, brincó cara el otro lado y abrió la gran puerta desde dentro. Bajo las órdenes de Momotaro, todos penetraron chillando.
– ¡Eh, diablos, salid de vuestro escondite! ¡Dad la cara, no seáis cobardes!
Los diablos, recién levantados de su larga siesta, se sorprendieron al ver al chaval con los 3 animales. Antes que pudiesen reaccionar, el cánido comenzó a morderles, el faisán a picar sus cabezas y el mono a rasguñarles con sus fuertes uñas. Por más que los diablos desearon defenderse, no tuvieron nada que hacer frente a un equipo tan valiente y bien organizado.
– ¡Uy, uy! ¡Nos rendimos! ¡Dejadnos en paz, por favor! – rogaban agobiados.
– ¡Solo si prometéis dejar sosegada a la gente de mi aldea! – les chilló Momotaro – ¡No deseo que os aproximéis a ella jamás más!
– Sí, sí… ¡Vamos a hacer lo que afirmes! – bramaron los diablos sin fuerzas ya para defenderse.
– Está bien… ¡Puesto que ahora devolvednos todo cuanto le habéis robado a lo largo de años a mi gente!
Así lo hicieron. Momotaro y sus pintorescos amigos cargaron una carreta con cientos y cientos de monedas y joyas que los diablos habían quitado a los habitantes de la aldea y se despidieron de la isla por siempre.
Al llegar al pueblo, fue recibido como un héroe y compartió el éxito con sus nuevos y fieles amigos.