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La leyenda de la araña

La princesa Uru era la heredera al trono del Imperio Inca. Su padre la adoraba y deseaba que en un futuro, cuando dejase de ser rey, se transformara en una gobernante justa y querida por su pueblo. Por esta noble causa se había esmerado en instruirla de forma deliciosa desde el día de su nacimiento, siempre y en toda circunstancia rodeada de los mejores maestros y aconsejes de la urbe.


Desgraciadamente la chavala no era siendo consciente de quién era ni de lo que se aguardaba de ella. Le daban igual los estudios y no le importaba nada continuar siendo una ignorante. Lo único que le agradaba haraganear y vestirse con muy elegantes vestidos que resaltaran su belleza.


Por si esto fuera poco tenía muy mal carácter y se pasaba el día manipulando al mundo entero. Si no lograba lo que deseaba perdía los nervios y se comportaba como una joven malcriada y sátrapa que pasaba sobre todas y cada una de las cosas aquel que le llevase la contraria. De esta manera eran las cosas el día en que su padre el rey murió y no tuvo más antídoto que ocupar su sitio en el trono.


Los primeros días la nueva reina puso cierto interés en oír a sus asistentes y actuó con responsabilidad, mas una semana después estaba más que hastiada de dirigir el imperio. Harta de asambleas y de tomar resoluciones esenciales, empezó a portarse como realmente era: una mujer frívola que solo rendía cuentas ante ella misma.


Una mañana, de malísimos modos, se plantó ante sus secretarios.


– ¡Todo esto me da lo mismo! Yo no deseo pasarme el día dirigiendo este imperio ¡Es el trabajo más hastiado del planeta! Yo he nacido para viajar, lucir bellos vestidos y acudir a fiestas ¡De los temas de estado que se preocupe otro por el hecho de que lo dejo!


Fueron muchos los que procuraron hacerla entrar en razón, entre ellos el consejero real.


– Señora, eso no es posible… ¡Usted debe portarse como una reina madura y responsable! ¿Quizá no se percata de que su pueblo la precisa? ¡No puede desamparar sus labores de gobierno!


La reina Uru se viró apretando los puños y sus ojos se llenaron de saña.


– ¡A todos y cada uno de los que estáis acá os digo que sois unos arrogantes! ¡¿De qué forma osáis cuestionar mi resolución?! ¡Yo soy la reina y hago lo que me da la real gana!


Estaba tan enloquecida que en un rapto cogió un cinturón de cuero y lo blandió en el aire con furia.


– ¡Deseo que os tumbéis boca abajo por el hecho de que voy a golpearos uno a uno! … ¡He dicho que todos al suelo!


El salón se quedó absolutamente mudo. El consejero y los asistentes de la reina sintieron un escalofrío de terror, mas ninguno se atrevió a desobedecer la orden. Poco a poco se arrodillaron y se dejaron caer sobre el pecho.


La reina apretó los dientes y levantó el brazo derecho, mas cuando estaba a puntito de proceder, se quedó absolutamente paralizada como una escultura.


– ¡¿Mas qué diablos me pasa?! ¡No puedo bajar el brazo! ¡No puedo moverme!


Todos los presentes se miraron unos a otros sin saber qué hacer, mas su sorpresa fue todavía mayor cuando, sobre sus cabezas, apareció una imponente diosa cubierta con un mantón de oro.


La divinidad continuó unos segundos suspendida en el aire y fue descendiendo tenuemente hasta posarse en frente de la paralizada reina Uru. Frente al sorprendo de los que estaban allá, charló. Sus palabras fueron destructoras.


– ¡Eres una mujer desalmada y ególatra! En lugar de regir el reino con sabiduría y bondad prefieres vejar a tus súbditos y tratarlos con menosprecio. Desde este momento vas a perder tu belleza y todos y cada uno de los privilegios que tienes ¡Te aseguro que vas a saber lo que es trabajar sin reposo por toda la eternidad!


El suelo tremió y cerca de la reina se formó una enorme nube de humo gris. Cuando el humo se evaporó, en su sitio apareció una araña negra y pilosa ¡La diosa había transformado a Uru en un arácnido feo y repugnante!


Uru no pudo protestar ni lamentarse de su nueva condición. Su única opción fue echar a correr por los baldosines del palacio para no fallecer aplastada de un pisotón. Para su fortuna logró esconderse en una esquina y, como todas y cada una de las arañas, comenzó a fabricar una lona con su hilo.


Cuenta la historia de leyenda que, si bien han pasado múltiples siglos, Uru aún habita en algún sitio del palacio imperial. Hay quien aun asegura que la ha visto hilar sin parar mientras que contempla con tristeza de qué manera la vida prosigue su curso en el que un día lejanísimo, fue su hogar.

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