
Vivía en la India hace muchos años, un chico muy inteligente y despierto llamado Nasreddín. Su sabiduría siempre y en todo momento dejaba pasmados a todos hasta tal punto, que era conocido en toda la urbe. Siempre y en todo momento le sucedían muchas cosas curiosas de las que Nasreddín sacaba una esencial enseñanza. Una de esas historias es la que os vamos a contar.
El muchacho tenía un amigo que vivía rodeado de todo género de riquezas en un imponente palacio. Un día se hallaron por la calle y el rico caballero le invitó a cenar esa noche. Nasreddín, que jamás había tenido la ocasión de gozar de una opípara cena por el hecho de que era pobre, admitió encantado.
Cuando comenzó a caer la tarde, Nasreddín se subió a su famélico burrito para ir a casa de su anfitrión. Era la primera vez que le visitaba y cuando llegó, se quedó deslumbrado al ver ni más ni menos que una gran mansión de mármol rosa rodeada de increíbles jardines. En la entrada, 2 guardas embutidos en un refulgente uniforme y adecuadamente armados, observaban a todo aquel que osaba acercarse.
Nasreddín bajó del burro y se presentó.
– Buenas noches, señores. Tengo por nombre Nasreddín. Su señor, que es amigo mío, me espera para cenar.
Uno de los soldados le miró de arriba abajo con menosprecio. Nasreddín iba vestido con una túnica incolora llena de apaños y unas sandalias deshilachadas que guardaban el polvo de muchos años de empleo. Sin ningún género de miramientos, le afirmó con voz seca:
– Lo siento, mas no puedo dejarle el paso.
Nasreddín se sintió muy insultado.
– ¡Mas si estoy convidado a cenar!…
El soldado no estaba presto a dejarse mentir ¡Un hombre tan rico y también esencial nunca invitaría a un mendigo a su mesa! Se adelantó un paso y mirándole fijamente, volvió a negarse.
– Le repito, caballero, que no puedo dejarle el paso ¡Lárguese de acá ahora o bien deberé echarle por las malas!
El chico se dio la vuelta, se subió al borrico y, atribulado, se distanció del palacio. Se sentía fatal, muy humillado, mas no estaba presto a dejarse machacar por el hecho de ser pobre.
Como siempre y en toda circunstancia, tuvo una ocurrente idea: ir a ver al sastre del pueblo y solicitarle ayuda. Era tarde cuando llamó a su puerta, mas el anciano le recibió con una sonrisa.
– Hola, Nasreddín ¿Qué te trae por acá?
– Vengo a solicitarte un favor. Necesito que me prestes algo de ropa aceptable para ir a cenar a casa de un amigo. Con estas pintas no me dejan entrar en su palacio.
– ¡Despreocúpate! Tengo ropa de más que te va a sentar realmente bien ¡Entra que te la enseño!
El sastre le sugirió que la primera cosa que debía hacer, era lavarse un tanto. Nasreddín, encantado, se dio un buen baño de agua caliente en un barreño y, una vez limpio y perfumado, se probó múltiples prendas hasta el momento en que halló una verdaderamente muy elegante. Se trataba de una túnica blanca bordada con hilo de oro y cuello de seda. Para los pies, unas sandalias de cuero nuevas y relucientes ¡Estaba fabuloso!
– ¡Mil gracias, amigo mío! ¡Es justo lo que precisaba! Mañana voy a venir a devolverte la ropa ¡No sé qué habría hecho sin ti!…
– Despreocúpate, Nasreddín. Eres bueno y te mereces esto y considerablemente más ¡Pásatelo bien en la cena!
Pulcramente vestido y segurísimo de sí, se presentó Nasreddín en la suntuosa casa de su amigo ricachón. Los soldados reconocieron al chico mas esta vez se pusieron firmes. El muchacho solicitó que le abriesen las puertas con mucha formalidad.
– Estoy convidado a cenar y el señor me espera.
El soldado que le había echado un rato ya antes, le sonrió y e inclusive hizo una pequeña reverencia.
– Evidentemente, caballero, pase . Cuando llegue a la puerta le van a recibir los criados que le van a conducir al salón donde el señor le va a estar aguardando.
Así fue; Nasreddín atravesó el jardín y fue recibido por una corte de sirvientes que anunciaron su llegada. El dueño de la casa le dio un abrazo de bienvenida y le sentó a la cabecera de la mesa al lado de otros convidados muy distinguidos de rollizas barrigas ¡Se apreciaba que era gente a la que no le faltaba de nada y que comían de mucho lujo todos y cada uno de los días!
El primer plato era una sopa caliente de verduras. Nasreddín estaba fallecido de apetito y el alimento olía a gloria, mas para sorpresa de todos, en vez meter la cuchase en el caldo, metió la manga derecha de su túnica.
¡Imaginaos las caras de todos y cada uno de los que estaban allá! ¡No sabían a qué se debía esa actitud! ¿Quizás ese chico no conocía las reglas básicas de educación?
Se hizo el silencio. Su amigo, un tanto abochornado por la situación, carraspeó y le preguntó qué le sucedía.
– Nasreddín, querido amigo… ¿Por qué razón metes la manga en la sopa?
Nasreddín levantó la mirada y como siempre y en todo momento, halló las palabras convenientes.
– Vine a cenar con ropas harapientas y no se me dejó pasar. Poco después me presenté bien vestido y me recibieron con reverencias. No cabe duda de que mi ropa es más esencial para que mí, con lo que es justo que la túnica que llevo puesta sea la que tenga el derecho a comer.
El dueño de la casa no sabía ni qué decir. Rojo como un fresón, se levantó y solicitó perdón al joven, prometiéndole que mientras que viviese, nunca se volvería a prohibir la entrada a absolutamente nadie por el hecho de que fuera pobre. Nasreddín admitió sus excusas y después dio buena cuenta de la cena más exquisita de su vida.
Moraleja: Debemos valorar a las personas con lo que son y no por las riquezas que tengan. Nunca desdeñes a absolutamente nadie pues tenga menos que o bien por el hecho de que su aspecto no te guste.