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Los pasteles y la muela

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Érase una vez un labrador que trabajaba las tierras de un rico terrateniente. Desde niño había tenido un solo deseo en la vida: conocer a su rey. Imaginaba que, un hombre tan poderoso y afamado, debía tener algo singular que destacara sobre el resto de los mortales.

Un día no soportó más la curiosidad y, tras cobrar el salario del mes, cogió un petate y se fue a la capital del reino. Anduvo a lo largo de múltiples días mas su esmero tuvo su recompensa, puesto que solamente traspasar las murallas de la urbe, la casualidad deseó que la comitiva real desfilase junto a él. El monarca, acicalado con una deslumbrante capa dorada y luciendo una corona de piedras hermosas, saludaba efusivamente a los que se arremolinaban en las callejuelas para verle pasar. El labrador le miró sin pestañear y, cuando se distanció, sintió una enorme decepción.

– ¡Bah! ¡Si es un hombre como otro cualquiera! Me he gastado prácticamente todo el dinero que tenía en venir hasta la urbe para conocer al rey y no ha valido la pena. Tan solo es una persona corriente enfundada en ropas caras ¡Mas qué estúpido soy!…

Se enfadó tanto que comenzó a dolerle una muela.

– ¡Uy, maldita sea, qué dolor! ¿Y ahora qué hago? Solo me queda una moneda en el bolsillo; si la invierto en abonar a alguien a fin de que me quite la muela, no voy a poder adquirir nada para comer, y lo cierto es que tengo un apetito de lobo; al contrario, si empleo la moneda para adquirir comestibles, la muela proseguirá doliéndome cada días un poco más.

Sumido en estos pensamientos, pasó por un puesto de pasteles. ¡Tenían una aspecto exquisito! Se quedó mirándolos, embelesado por el rico fragancia que desprendían y también imaginando de qué manera sería el sabor de esos bizcochuelos bañados en almíbar y chocolate.

Dos hombres pasaron por allá y, viendo de qué forma se le caía la baba al humilde campesino, desearon burlarse de él; se le aproximaron por la espalda y uno de ellos, el más alto y espigado, empezó la charla.

– ¡Se ve que estos bollos tienen buena pinta! ¿Cuántos sería capaz de comerse?

El labrador se viró y les miró a los ojos. Se percató de que no tenían buenas pretensiones, mas le daba igual… ¡Era su ocasión!

– ¿Me charláis a mí? Sería capaz de comerme unos quinientos pasteles de esos.

Su compañero, que si bien era más bajo tenía la voz ronca como un trueno, se llevó las manos a la cabeza.

– ¿Quinientos? ¡Mi madre, qué brutalidad! ¡Eso es imposible!

– ¿Desean apostar algo?

Los hombres se miraron entretenidos y siguieron empeñados en vejar al pobre infeliz. El primero que había hablado, aceptó:

– ¡Naturalmente! ¿Qué plantea?

– Puesto que os apuesto a que me voy a comer quinientos pasteles. Si no lo consigo, voy a dejar que me arranquen una muela. A ver… ¡Esta misma!

Lógicamente, el campesino apuntó con el dedo la muela que tanto le dolía.

– ¡Conforme! ¡Qué comience el reto!

El labrador comenzó a devorar pasteles. Tenía tanta apetito y estaban tan ricos, que al menos se comió una veintena. Llegó un instante en que le dio la sensación de que hasta los botones de su camisa iban a salir volando por el hecho de que se sentía a puntito de explotar.

– ¡Ya no puedo más! Estoy muy, muy lleno. He conseguido comer un montón, mas no los quinientos que habíamos acordado. ¡Como ven, he perdido la apuesta!

Los 2 amigos reventaron en carcajadas. Nuevamente el más alto, que parecía llevar la voz vocalista en todo el tema, puso cara de triunfo y le recordó que debía cumplir su promesa.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Estaba claro que era imposible! Desgraciadamente, le toca abonar la apuesta.

A chillidos, mandó llamar al dentista, que vivía 3 calles más abajo. Cuando llegó, sentó al labrador en una silla de madera y le quitó la muela a la vieja usanza, o sea, con unas tenazas. Los 2 amigos no paraban plañir de la risa. El de la voz profunda, miró al tumulto congregado alrededor y exclamó:

– ¡Ja, ja, ja! ¡Desde entonces, hay que ser imbécil! Por comer varios pasteles, se ha dejado eliminar un diente.

El labrador, dignísimo, se levantó de la silla y sacando a resplandecer su agudeza mental, respondió:

– ¡No, son los idiotas! Merced a vuestro deseo de burlaros de mí, he logrado comer todo cuanto deseaba y, encima, quitarme esa maldita muela que tanto me dolía y de la que precisaba deshacerme por el hecho de que ya no me servía. ¡Y todo sin abonar ni una moneda!

Los 2 tipos se quedaron de piedra. Todos y cada uno de los que estaban contemplando la curiosa escena empezaron a reírse, mas esta vez de ellos. Abochornados, se distanciaron de allá a paso ligero, dejando atrás al sagaz campesino con la tripa llena, la boca curada y la moneda en el bolsillo.

© Cristina Rodríguez Lomba

Licenciada en Geografía y también historia. Especialidad Arte Moderno y Moderno.

Registrado en SafeCreative.

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