La primavera había llegado al campo. El sol relucía sobre la montaña y fundía las últimas nieves. Abajo, en la pradera, los animales recibían con gusto el calorcito propio del cambio de temporada. La brisa tibia y el cielo azul, animaron a salir de sus madrigueras a muchos animales que llevaban semanas ocultos ¡Al fin el duro invierno había desaparecido!
Las vacas pacían sosegadas mordisqueando briznas de yerba y las ovejas, en conjunto, proseguían al pastor al son de sus balidos. Los pájaros animaban la jornada con sus cantos y, de cuando en cuando, algún caballo salvaje pasaba galopeando por delante de todos, gozando de su libertad.
Los más abundantes eran los conejos. Cientos de ellos aprovechaban el espléndido día para ir en pos de frutos silvestres y, de paso, estirar sus congeladas patas.
Todo parecía apacible y se respiraba paz en el entorno, mas, de pronto, de entre unos arbustos, salió un conejo blanco corriendo y gritando como un desquiciado. Su vecino, un conejo gris que se consideraba a sí mismo listísimo, se separó cara un lado y le gritó:
– ¡Eh, amigo! ¡Detente! ¿Qué te sucede?
El conejo blanco frenó en seco. El pobre sudaba a chorros y prácticamente no podía respirar por el ahínco. Jadeando, se viró para responder.
– ¿Tú que crees? No hace falta ser listísimo para imaginar que me están persiguiendo, y no uno, sino más bien 2 enormes galgos.
El conejo gris frunció el ceño y puso cara de circunstancias.
– ¡Vaya, puesto que sí que es mala suerte! Llevas razón, por allá los veo venir, mas he de decirte que no son galgos.
Y como quien no desea la cosa, empezaron a discutir.
– ¿Qué no son galgos?
– No, amigo mío… Son perros de otra raza ¡Son sabuesos! ¡Lo sé pues ya soy mayor y he conocido muchos durante mi vida!
– ¡Mas qué afirmas! ¡Son galgos! ¡Tienen las patas largas y esa forma de correr les delata!
– Lo siento, mas estás equivocado ¡Creo que deberías comprobarte la vista, por el hecho de que no ves alén de tus narices!
– ¿Eso crees? ¿No va a ser que estás demasiado viejo y el que precisa lentes eres ?
– ¡De qué manera te atreves!…
Enzarzados en la riña, no se percataron de que los perros se habían acercado arriesgadamente y los tenían sobre el cogote. Cuando apreciaron el calor del aliento canino en sus largas orejas, dieron un enorme salto al unísono y, afortunadamente, lograron meterse en una topera que estaba medio camuflada a escasa distancia.
Se salvaron de milagro, mas una vez bajo tierra, se sintieron muy abochornados. El conejo blanco fue el primero en reconocer lo imbécil que había sido.
– ¡Esos perros prácticamente nos hincan el diente! ¡Y todo por liarnos a discutir sobre estupideces en lugar de poner a salvo el pellejo!
El viejo conejo gris, asintió atribulado.
– ¡Tienes toda la razón! No era el instante de pelearse por algo tan absurdo ¡Lo esencial era huir del oponente!
Los conejos de esta fábula se fundieron en un abrazo y, cuando los perros, fuesen galgos o bien sabuesos, se distanciaron, salieron a dar un camino como 2 buenos amigos que, merced a su torpeza, habían aprendido una esencial lección.
Moraleja:En la vida debemos aprender a distinguir las cosas que son verdaderamente esenciales de las que no lo son. Esto nos resultará realmente útil para no perder el tiempo en cosas que no valen la pena.