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La tortuga y la flauta

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Hace muchos años una tortuga de cuello largo vivía en selva brasileira. Desde muy pequeña, su gran afición era tocar la flauta. El sonido que salía de ella era fantástico, puesto que se había preocupado mucho en tocar día tras día mejor.

El resto de los animales agradecían despertarse cada mañana con unas armonías tan hermosas. Cuando se desperezaban, muchos de ellos procuraban a la tortuguita para sentarse a su lado y oír un rato un tanto de buena música.

Un día, un hombre que pasaba por allá cerca escuchó esas hermosas notas musicales y afinó el oído para descubrir de qué sitio venían. Anduvo un rato y por último halló a la tortuga distraída soplando la flauta.

– ¡Vaya, vaya, vaya! ¿Qué tenemos por acá? Una tortuga para hacer sopa ¡Debo cazarla como sea! – pensó.

Cautelosamente y intentando no hacer estruendo, el hombre se aproximó tras el animal y ¡zas!… Lanzó una cuerda en torno a su largo cuello, hizo un nudo corredizo y la capturó. La tortuga procuró chillar mas absolutamente nadie asistió en su ayuda, puesto que todos habían salido corriendo cuando vieron a un amenazante humano deambulando por allá. En cuestión de segundos, la pobre tortuga, aferrada a su querida flauta, se vio encerrada en un obscuro saco del que no podía escapar.

Cuando el hombre llegó a su casa, encerró a la tortuga en una jaula de barrotes oxidados que olía a humedad. Viró la llave y miró a sus hijos.

– niños, debo ir a hacer unos recados. Dejo encima de la mesa la llave de la jaula ¡Ni se os ocurra abrirla!

– Despreocúpate, papá. Vete sosegado – afirmó la hermana mayor, que era quien se quedaba al cargo de sus hermanos.

El padre se fue y la tortuga, invadida por la melancolía, empezó a tocar. La tristeza se percibía en todos y cada nota que salía de la flauta, mas la música era muy, muy bella. Los niños, conmovidos, escuchaban pasmados. Al acabar, uno de ellos rompió el silencio.

– Tortuguita… ¡Qué bonito! ¡Eres una enorme artista!

– Sí… Eso afirman de mí por estos aledaños. Lo que no sabéis es que bailo mejor que toco – afirmó la tortuga viendo una ocasión de salvar su vida.

– ¿De verdad? ¿Sabes danzar pese a ir cargada con ese caparazón y de tener unas patas cortas y gordas? – preguntó la más pequeñina.

– ¡Claro! Y si bien no lo creáis, puedo hacer las 2 cosas al tiempo. Abridme y os lo voy a mostrar.

Los niños estaban tan encantados que fueron a por la llave y sin meditar las consecuencias, liberaron a la tortuga. Como había prometido, se puso a tocar y danzar en la mitad de un corro de risas y aplausos. Un rato después, la tortuga se quedó quieta.

– ¡Eh, no pares, amiga! ¡Esto es muy ameno! – chillaron.

– Lo sé, lo sé… Mas permitidme que me tome un reposo para estirar un tanto las patas. Necesito pasear un rato y recuperar fuerzas. Voy a salir un instante a dar un camino y enseguida voy a estar de vuelta.

A los niños les pareció una solicitud lógica y dejaron que la tortuga se distanciase cara el jardín mientras que se quedaban dentro comentado lo bien que se lo pasaban.

La tortuga anduvo despacio camuflada entre la yerba y cuando dobló el rincón de la casa, corrió todo cuanto pudo hasta el momento en que consiguió llegar a la selva. Logró salvar el pellejo merced a su inteligencia y de qué forma no, a su pequeña flauta de madera.

Dice el cuento que jamás nunca un humano volvió a cruzarse en su camino y que siguió su vida feliz y sosegada. Eso sí, hay quien afirma que alguna vez, al atravesar la espesura del bosque tropical, ha podido percibir preciosas armonías que semejan aflorar del sonido de una flauta ¡Quién sabe si por allá andará la tortuguita de nuestro cuento!

© Cristina Rodríguez Lomba

Licenciada en Geografía y también historia. Especialidad Arte Moderno y Moderno.

Registrado en SafeCreative.

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