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La niña de la caja de cristal

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Érase una vez una linda y hermosa niña que vivía en un pueblecito de Suiza. Su madre la adoraba y le daba todo el amor que os podáis imaginar, mas vivía siempre y en todo momento preocupada por si acaso algo malo le pasaba. De forma frecuente se quedaba mirándola embelesada y le afirmaba con ternura:

– ¡Qué bonita eres, hija mía! Tus ojos son bellos, tu piel es suave como la seda y tu cuerpo es débil como una cerámica. No deseo que nada te perturbe ni absolutamente nadie te haga padecer.

Tal era su obsesión por resguardarla, que una mañana decidió que lo mejor era meterla en una caja de cristal. Ya no podría salir, mas por lo menos la sostendría por siempre a salvo de cualquier riesgo.

A través de un agujero, le pasaba día tras día el alimento y el agua para tomar. Si hacía buen tiempo, cogía la caja y la llevaba hasta el jardín que había en frente de su casa. Allá la niña se sentaba a mirar el paisaje, veía volar lindas mariposas, escuchaba el trino de los pájaros y se quedaba contemplando pasmada el precioso cielo azul. Si hacía frío o bien llovía, ponía la caja en la parte central de la casa, que era el comedor, a fin de que pudiese ver de qué forma barría, limpiaba el polvo o bien efectuaba cualquier otra labor rutinaria.

La niña solo miraba, sentadita tras el cristal. Jamás le daba el aire, no tomaba el sol, no podía correr, no podía jugar… Transcurrido un tiempo, comenzó a desgastarse. Día a día estaba más pálida, ojerosa y triste. Dejó de interesarse con lo que sucedía a su alrededor y ya nada le importaba.

Un día la madre debió ausentarse y la dejó al lado de la puerta que daba al jardín. Un conjunto de niños jugaban y reían felices en la calle, sin percatarse de que una chiquilla de su edad les observaba desde una celda de cristal. La pobre comenzó a plañir. Enormes lágrimas resbalaron por sus mejillas y se sintió muy desdichada ¡Únicamente deseaba ser como el resto!

De repente, un duende apareció por sorpresa y, pegando su nariz a la caja, la invitó a unirse a los chiquillos. Mas la chavala negó con la cabeza, puesto que no podía abrirla de ningún modo. El duende, entristecido, silbó a los chavales y todos se aproximaron a ver qué sucedía. Cuando vieron que había una niña encerrada en una caja transparente procuraron liberarla, mas resultó imposible.

El viento, que ese día soplaba fuerte, se compadeció y asistió en su ayuda cuando vio lo que sucedía. Ordenó a todos que se apartaran y sopló y sopló hasta el momento en que la caja de cristal se rompió.

La niña sintió una racha de aire limpio en la cara, aspiró el aroma de las flores y escuchó maravillada el canto de las cigarras, que prácticamente había olvidado. Después, descalza como estaba, comenzó a correr y a tirarse sobre la yerba para sentir su frescor ¡Qué dicha! El color retornó a sus mejillas y sus ojos recuperaron el brillo de otrora.

Cuando absolutamente nadie lo aguardaba, su madre apareció y se atemorizó al descubrir que su pequeña había sido liberada y reía y saltando con múltiples niños y un duende de traje verde y sombrero de pico. Su primera reacción fue amonestarla y decirle que era una insensata ¿Y si alguien le hacía algo? ¿Y si se caía y se hería? ¿Y si…?

Pero se paró a mirarla pausadamente y la vio tan feliz y tan llena de vida, que se aproximó, la abrazó con mucho amor, y después fue a por una escoba para barrer los cristales y olvidarse de la caja por siempre.

© Cristina Rodríguez Lomba

Licenciada en Geografía y también historia. Especialidad Arte Moderno y Moderno.

Registrado en SafeCreative.

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