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El rey y el halcón

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Hace cientos y cientos de años existió un rey que regía un enorme imperio. A lo largo de años había ganado muchas batallas y, fueron tantas sus victorias, que consiguió conquistar muchos territorios que ahora estaban bajo su orden.

Siempre andaba ocupadísimo dirigiendo los temas de estado o bien guerreando con otros pueblos, mas de cuando en cuando se tomaba un reposo y practicaba su actividad preferida, que era la caza ¡Esos instantes eran los que más gozaba!

Seguido por un enorme séquito de asistentes, se adentraba en el bosque y se complacía de atrapar las mejores presas. Sobre su brazo, siempre y en toda circunstancia llevaba un halcón manso y leal. El rey en persona se había encargado de entrenarlo con esfuerzo a fin de que le ayudase a encontrar desde el aire los animales a los que derrumbar.

Un día que la jornada de caza había terminado y comenzaba a anochecer, el rey y sus acompañantes tomaron el camino de regreso. En un distraiga, el monarca se apartó del conjunto. Cuando se percató de que se había quedado solo, procuró orientarse y tomó un camino por el que jamás había pasado.

Había sido un día de mucho calor y tras cabalgar a lo largo de largo rato, tuvo mucha sed. No llevaba ni gota de agua y por allá no se veía ningún manantial de agua fresca.

De repente, algo le llamó la atención. De una roca medio oculta, afloraban de forma lenta unas gotas de agua que bajaban de la montaña. Bajó de su caballo y cogió un cuenco que llevaba en su bolsa de armas. Tardó mucho en completar el recipiente, mas cuando tuvo suficiente agua para dar un trago, se lo aproximó a la boca.

En ese instante, su querido halcón brincó sobre el tazón y con el pico, se lo quitó de las manos. El rey contempló impotente de qué manera el agua se vertía y era absorbida por la tierra seca bajo sus pies. Enfurecido conminó al halcón, que se había posado en una roca donde el rey no podía alcanzarle.

Limpió la taza con la lona de su manga y procedió a ocupar nuevamente el cuenco. El agua caía lenta y esto le desesperaba ¡Estaba fallecido de sed! Cuando al fin lo logró y deseó tomar, el halcón remontó el vuelo y con una velocidad asombrosa, empujó el tazón haciéndolo caer. Esta vez el golpe fue tan fuerte que se hizo añicos.

¡El soberano se enojó mucho! Maldijo al pobre animal y, en un ataque de ira, desenvainó la espada y se la clavó en el pecho. El halcón cayó al suelo fulminado. Creía que, pese a que le quería mucho, no podía permitir ese comportamiento. Se inclinó para recoger los pedazos de taza que habían caído al lado de la roca y se quedó petrificado. Una gran víbora venenosa se aproximaba a él arriesgadamente y estaba a puntito de lanzarse a su cuello.

El soberano dio un salto cara atrás y corrió en pos de su caballo para separarse de allá. No había logrado tomar, mas ni tan siquiera se lamentaba de su sed. Solo pensaba en su amigo el halcón, que había visto la víbora venenosa junto a él y también procuró informarle como pudo a fin de que se alejara de la roca. Le había salvado la vida y le había pagado con la muerte. Le invadió la tristeza y un enorme sentimiento de culpabilidad.

Durante el resto de su vida echó de menos a su leal compañero de caza. No pasó un día en que no le recordase con cariño. Jamás volvió a portarse como un hombre que hace las cosas sin ya antes pensarlas un par de veces. De la desgracia aprendió que, en la vida, no debemos actuar por impulsos y que las resoluciones esenciales hay siempre y en toda circunstancia que tomarlas tras meditar.

© Cristina Rodríguez Lomba

Licenciada en Geografía y también historia. Especialidad Arte Moderno y Moderno.

Registrado en SafeCreative.

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