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El rey prudente – Mundo Primaria

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Había una vez un rey que vivía en un lejano país asiático. Era un hombre muy querido por todos. No era ambicioso y estaba persuadido de que las guerras no servían para nada. Su leimotiv era que su pueblo fuera feliz, tuviese trabajo y viviese en paz. Todos le consideraban un monarca justo y trabajador. Vivía con a su familia en un palacio bastante fácil y sin grandes lujos, puesto que no deseaba provocar envidias entre sus súbditos.

Cierto día, el maestresala entró en sus aposentos para comunicarle que la mesa estaba servida, con lo que bajó hasta el comedor presto a devorar un exquisito plato de arroz con brotes de soja ¡Qué bien preparaban el alimento en las cocinas de palacio! Se sentó en su silla de siempre y en todo momento y, cuando se disponía a coger los palillos para comer, se quedó observándolos y llamó a su consejero.

– Dígame, señor… ¿Exactamente en qué puedo asistirle?

– Llevo años usando estos palillos. La madera ya está muy gastadas y necesito que me traigáis otros. Deseo que charléis con el orfebre y le encarguéis unos palillos de marfil y esmeraldas para mí.

El consejero, un anciano bajo y huesudo, clavó su mirada profunda en el rey, quien al instante entendió que tenía algo fundamental que decirle.

– Majestad… Le comunico que dejo mi cargo de consejero. De ser posible, busque a alguien que me reemplace ya antes del anochecer.

El rey se quedó de piedra ¿Por qué razón le afirmaba eso? ¿Solo pues le había pedido unos nuevos palillos? No comprendía nada.

– ¿Qué te sucede? ¿Por qué razón ya no deseas continuar trabajando para mí? – preguntó el rey extrañadísimo.

– Va a ver, majestad… No puedo atender a vuestra solicitud.

El rey no salía de su sorprendo y el leal consejero prosiguió su explicación.

– Usted me solicita que cambie sus modestos palillos de madera por otros de marfil y esmeraldas. Estoy convencido de que cuando los tengáis, desearéis que el orfebre os haga una vajilla de oro. En el momento en que os veáis rodeado de semejante lujo, afirmaréis que vuestras ropas no son las convenientes para sentarse a una mesa tan muy elegante y encargaréis a vuestro sastre que os haga capas de seda y zapatos de terciopelo.

El consejero paró para tomar aliento. Su voz llenaba el salón y el silencio entre los asistentes era absoluto. Solo se rompió cuando el rey le solicitó que siguiera hablando.

– Prosiga, por favor…

– Señor, uno no debe dejarse llevar por la ambición. Cuanta más riqueza tenga, más deseará. Va a llegar un instante en que sus caprichos no van a tener límite. Otros reyes, anteriormente, pecaron de avaricia: siempre y en toda circunstancia deseaban cada vez más y más y terminaron transformándose en déspotas con su pueblo. Yo no deseo que esto le suceda a vos, puesto que le afecto como rey y como amigo. Y si es de esta manera, no deseo estar acá para verlo.

El rey empezó a plañir conmovido. Las lágrimas resbalaban de manera lenta por sus redondas mejillas. Los consejos que terminaba de oír le habían llegado al corazón.

– Tienes toda la razón – afirmó con voz sosiega – No necesito nada. Gracias por ser tan honesto conmigo.

El rey cogió los viejos palillos de madera y con una sonrisa dibujada en su cara, empezó a saborear el alimento, que ese día le supo más rica que jamás.

La historia corrió de boca en boca por todo el reino y desde ese día, sus súbditos le bautizaron como “El Rey Prudente”.

© Cristina Rodríguez Lomba

Licenciada en Geografía y también historia. Especialidad Arte Moderno y Moderno.

Registrado en SafeCreative.

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