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El agua de la vida

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Había una vez un rey que estaba gravemente enfermo. Sus 3 hijos, agobiados, ya no sabían qué hacer para sanarle. Un día, mientras que paseaban entristecidos por el jardín de palacio, un anciano de ojos vidriosos y barba blanca se les aproximó.

– Sé que os preocupa la salud de vuestro padre. Creedme en el momento en que os digo que solamente puede curarle es el agua de la vida. Id a procurarla y que tome de ella si deseáis que se recupere.

– ¿Y dónde podemos lograrla? – preguntaron al unísono.

– Siento deciros que es realmente difícil de hallar, tanto que hasta el momento absolutamente nadie ha conseguido llegar hasta su paradero.

– ¡Ya voy a ir a procurarla! – afirmó el hermano mayor pensando que si curaba a su padre, sería él quien heredaría la corona.

Entró en el establo, ensilló su caballo y a galope se adentró en el bosque. En la mitad del camino, tropezó con un duendecillo que le hizo frenar en seco.

– ¿A dónde vas? – afirmó el extraño ser con voz aflautada.

– ¿A ti que te importa? ¡Apártate de mi camino, enano imbécil!

El duende se sintió insultado y le lanzó una maldición que hizo que el camino se desviase cara las montañas. El hijo del rey se desorientó y se quedó atrapado en un desfiladero del que era imposible salir.

Viendo que su hermano no retornaba, el mediano de los hijos decidió ir a por el agua de la vida, deseando transformarse asimismo en el futuro rey. Prosiguió exactamente la misma senda a través del bosque y asimismo se vio sorprendido por el curioso duende.

– ¿A dónde vas? – le preguntó con su característica voz aguda.

– ¡Te lo diré, enano preguntón! ¡Lárgate y permíteme en paz!

El duende se separó y, enojado, le lanzó exactamente la misma maldición que a su hermano: le desvió cara el profundo desfiladero entre las montañas, de donde no pudo escapar.

El hijo menor del rey estaba preocupado por sus hermanos. Los días pasaban, ninguno de los 2 había regresado y la salud de su padre empeoraba por minutos. Sintió que debía hacer algo y partió con su caballo a probar fortuna. El duende del bosque se cruzó, de qué forma no, en su camino.

– ¿A dónde vas? – le preguntó con cara de curiosidad.

– Voy en busca del agua de la vida para sanar a mi padre, el rey, si bien la verdad es que no sé a dónde debo dirigirme.

¡El duende se sintió feliz! Por fin le habían tratado con educación y afabilidad. Miró a los ojos al joven y percibió que era un hombre de buen corazón.

– ¡Yo te asistiré! Conozco el sitio donde puedes localizar el agua de la vida. Debes ir al jardín del castillo encantado por el hecho de que allá está el manantial que buscas.

– ¡Oh, gracias! Pero… ¿De qué manera puedo entrar en el castillo, si como afirmas, está encantado?

El duende metió la mano en el bolsillo y sacó 2 panes y una varita.

– Ten, esto es para ti. Cuando llegues a la puerta del castillo, da 3 golpes de varita sobre la cerradura y se va a abrir. Si aparecen 2 leones, dales el pan y vas a poder pasar. Mas tienes que darte prisa en coger el agua del manantial, puesto que a las 12 de la noche las puertas se van a cerrar por siempre y, si aún estás dentro, no vas a poder salir nunca.

El hijo del rey dio las merced al duende por su ayuda y se fundieron en un fuerte abrazo de despedida. Partió animadísimo y persuadido de que, tarde que temprano, hallaría el agua de la vida. Cabalgó sin reposo a lo largo de días y al fin, percibió el castillo encantado.

Cuando estuvo en frente de la puerta, hizo lo que el duende le había indicado. Dio 3 golpes en la entrada con la varita y la gran verja se abrió. En ese instante, 2 leones de colmillos afilados y enormes garras, corrieron hacia él prestos a atacarle. Con un veloz movimiento, cogió los bollos de su bolsillo y se los lanzó a la boca. Los leones los capturaron y, mansos como ovejas, se sentaron plácidamente a degustar el pan.

Entró en el castillo y al llegar a las puertas del gran salón, las derruyó. Allá, sentada, con la mirada perdida, estaba una bella princesa de ojos tristes. La pobre chavala llevaba bastante tiempo encerrada por un desalmado encantamiento.

– ¡Oh, gracias por liberarme! ¡Eres mi salvador! – afirmó besándole en los labios – Imagino que vienes a buscar el agua de la vida… ¡Corre, no te queda bastante tiempo! Ve cara el manantial que hay en el jardín, al lado del rosal trepador. Yo te aguardaré acá. Si vuelves a procurarme ya antes de un año, voy a ser tu esposa.

El chaval la besó vehementemente y salió de allá ¡Se había enamorado a primer aspecto! Recorrió a toda prisa el jardín y… ¡Sí, allá estaba la deseada fuente! Llenó un frasco con el agua de la vida y salió a la carrera cara la puerta, donde le aguardaba su caballo. Faltaban segundos para las 12 de la noche y justo cuando cruzó el umbral, el portalón se cerró a sus espaldas.

Ya de vuelta por el bosque, el duende apareció nuevamente ante él. El joven volvió a mostrarle su profundo agradecimiento.

– ¡Hola, amigo! ¡Merced a tus consejos he encontrado el manantial del agua de la vida! Voy a llevársela a mi padre.

– ¡Estupendo! ¡Me alegro mucho por ti!

Pero de súbito, el joven bajó la cabeza y su cara se nubló de tristeza.

– Mi única pena ahora es saber dónde se encuentran mis hermanos…

– ¡A tus hermanos les he dado un buen justo! Se comportaron como unos maleducados y ególatras. Espero que hayan aprendido la lección. Les condené a quedarse atrapados en las montañas, mas al final me dieron pena y les dejé libres. Les hallarás a pocos quilómetros de acá, mas ándate con ojo ¡No me fio de ellos!

– Eres muy generoso… ¡Gracias, amigo! ¡Hasta siempre y en todo momento!

Reanudó el recorrido y como le había dicho el duende, halló a sus hermanos deambulando por el bosque. Los 3 juntos, retornaron al castillo.Allá se hallaron una escena muy triste: su padre, rodeado de sirvientes, sufría en silencio sobre su cama.

¡No había tiempo que perder! El hermano pequeño se apuró a darle el agua de la vida. Cuando la tomó, el rey recobró la alegría y la salud. Abrazó a sus hijos y se puso a comer para recobrar fuerzas ¡Ver para pensar! ¡Hasta daba la sensación de que había remozado varios años!

Esa noche, la familia al completo se reunió en torno a la chimenea. El pequeño de los hermanos aprovechó el instante para contar todo cuanto le había sucedido. Les contó la historia del duende, del castillo hechizado y de de qué manera había liberado de su encantamiento a la princesa. Al final, les comunicó que debía regresar a por ella, puesto que le aguardaba impaciente para transformarse en su esposa.

Sus 2 hermanos mayores se morían de envidia. Gracias a él, su padre estaba curado y encima se había ganado el amor de una preciosa heredera. Cada uno de ellos por su parte, decidieron anticiparse a su hermano. Deseaban llegar al castillo lo antes posible y lograr que la princesa se casase con ellos.

Mientras tanto, esperaba inquieta al hijo pequeño del rey. Mandó a sus criados poner una alfombra de oro desde el bosque hasta la entrada de palacio y informó a los guardianes que solo dejasen pasar al caballero que viniese cabalgando por el centro de la alfombra.

El primero que llegó fue el hermano mayor, que al ver la alfombra de oro, se separó y dio un rodeo para no estropearla. Los soldados le prohibieron entrar.

Una hora después llegó el hermano mediano. Al ver la alfombra de oro, temió mancharla de barro y prefirió acceder al palacio por un camino alternativo. Los soldados tampoco le dejaron pasar.

Por último, apareció el pequeño. Desde lejos, vio a la princesa en la ventana y fue tan grande su emoción, que cruzó veloz la alfombra de oro. Ni tan siquiera miró al suelo, puesto que lo único que deseaba era salvarla y llevársela con él. Los soldados abrieron la puerta a su paso y la princesa le recibió con un largo beso de amor.

Y de esta forma acaba la historia del joven valiente de buen corazón que, con la ayuda de un duendecillo del bosque, curó a su padre, halló a la mujer de sus sueños y se transformó en el nuevo rey.

© Cristina Rodríguez Lomba

Licenciada en Geografía y también historia. Especialidad Arte Moderno y Moderno.

Registrado en SafeCreative.

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