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Aladino y la lámpara maravillosa

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Érase una vez un chaval llamado Aladino que vivía en el lejano Oriente con su madre, en una casa fácil y humilde. Tenían lo justo para vivir, conque día tras día, Aladino recorría el centro de la urbe en pos de algún comestible que llevarse a la boca.

En una ocasión paseaba entre los puestos de fruta del mercado, cuando se cruzó con un hombre extrañísimo con pinta de extranjero. Aladino se quedó sorprendido al oír que le llamaba por su nombre.

– ¿Tú eres Aladino, el hijo del sastre, verdad?

– Sí, y es verdad que mi padre era sastre, pero… ¿Quién es ?

– ¡Soy tu tío! No me reconoces por el hecho de que hace muchos años que no vengo por acá. Veo que llevas ropas viejísimas y me entristece verte tan flaco. Imagino que en tu casa no sobra el dinero…

Aladino bajó la cabeza un tanto abochornado. Parecía un mendigo y su cara morena estaba tan huesuda que le hacía parecer considerablemente mayor.

– Yo te asistiré, mas a cambio necesito que me hagas un favor. Ven conmigo y si haces lo que te indique, te voy a dar una moneda de plata.

A Aladino le sorprendió la oferta de ese ignoto, mas como no tenía nada que perder, le acompañó hasta una zona alejada del bosque. Una vez allá, se pararon en frente de una gruta oculta en la montaña. La entrada era muy angosta.

– Aladino, soy demasiado grande y no quepo por el orificio. Entra y tráeme una lámpara de aceite antiquísima que vas a ver en el fondo del pasadizo. No deseo que toques solamente, solo la lámpara ¿Entendido?

Aladino afirmó sí con la cabeza y penetró en un largo corredor bajo tierra que acababa en una enorme sala con paredes de piedra. Cuando accedió a ella, se quedó sorprendido. Ciertamente, vio la vieja lámpara encendida, mas eso no era todo: la sutil luz le dejó distinguir cientos y cientos de joyas, monedas y piedras bellas, acumuladas en el suelo ¡Nunca había visto tanta riqueza!

Se dio prisa en coger la lámpara, mas no pudo eludir llenarse los bolsillos todo cuanto pudo de ciertos de esos tesoros que halló. Lo que más le agradó, fue un aparatoso y refulgente anillo que se puso en el dedo índice.

– ¡Qué anillo tan bonito! ¡Y encaja con perfección en mi dedo!

Volvió cara la entrada y al asomar la cabeza por el agujero, el hombre le dijo:

– Dame la lámpara, Aladino.

– Te la voy a dar, mas ya antes permíteme salir de acá.

– ¡Te he dicho que primero deseo que me des la lámpara!

– ¡No, no pienso hacerlo!

El extranjero se encolerizó tanto que tapó la entrada con una enorme loseta de piedra, dejando al muchacho encerrado en el húmedo y obscuro pasadizo subterráneo.

¿Qué podía hacer ahora? ¿De qué manera salir de ahí con vida?…

Recorrió el sitio con la miraba tratando de localizar una solución. Estaba abstraído en sus pensamientos cuando, involuntariamente, acarició el anillo y de él salió un genio ¡Aladino prácticamente se muere del susto!

– ¿Qué quieres, mi amo? Pídeme cuanto quieras que te lo concederé.

El chaval, con los ojos llenos de lágrimas, le dijo:

– Oh, bueno… Yo solo deseo volver a mi casa.

En cuanto pronunció estas palabras, como por arte de birlibirloque apareció en su hogar. Su madre le recibió con un enorme abrazo. Con unos nervios que le tremía todo el cuerpo, procuró contarle a la buena mujer todo lo sucedido. Después, más sosegado, cogió un paño de algodón para adecentar la sucia y vieja lámpara de aceite. Cuando la frotó, otro genio salió de ella.

– Estoy acá para concederle un deseo, señor.

Aladino y su madre se miraron atónitos ¡2 genios en un día era considerablemente más de lo que uno podía aguardar! El chaval se lanzó a solicitar lo que más le apetecía en ese instante.

– ¡Deseamos comer! ¿Qué tal alguna cosa rica para saciar toda el apetito amontonada a lo largo de años?

Acto seguido, la vieja mesa de madera del comedor se llenó de exquisitos manjares que en su vida habían probado. Indudablemente, gozaron de la mejor comida que podían imaginar. Mas eso no terminó ahí por el hecho de que, desde entonces y merced a la lámpara que ahora estaba en su poder, Aladino y su madre vivieron cómodamente; todo cuanto precisaban podían pedírselo al genio. Intentaban no abusar de él y se limitaban a pedir lo justo para vivir sin estrecheces, mas no volvió a faltarles de nada.

Un día, en uno de sus paseos matinales, Aladino vio pasar, subida en una litera, a una mujer muy, muy bella de la que se enamoró de forma instantánea. Era la hija del sultán. Retornó a casa y como no podía parar de pensar en ella, le afirmó a su madre que debía hacer todo lo que resulta posible a fin de que fuera su esposa.

¡Esta vez sí debería abusar un tanto de la esplendidez del genio para realizar su plan! Frotó la lámpara fantástica y le solicitó tener una residencia suntuosa con bellos jardines, y de qué forma no, ropas convenientes para presentarse frente al sultán, a quien deseaba solicitar la mano de su hija. Pidió asimismo un séquito de lacayos montados sobre esbeltos corceles, que tirasen de carruajes llenos de riquezas para ofrecer al poderoso emperador. Con todo esto se presentó ante él y tan impresionado quedó, que admitió que su hermosa y benevolente hija fuera su esposa.

Aladino y la princesa Halima, que de este modo se llamaba, se casaron unas semanas después y desde el comienzo, fueron muy felices. Tenían amor y vivían el uno para el otro.

Pero una tarde, Halima vio por la casa la vieja lámpara de aceite y como no sabía nada, se la vendió a un trapero que iba por las calles comprando chismes. Desgraciadamente, resultó ser el hombre desalmado que había encerrado a Aladino en la gruta. Deseando vengarse, el viejo recurrió al genio de la lámpara y le ordenó, como nuevo dueño, que todo cuanto tenía Aladino, incluida su mujer, fuera trasladado a un sitio lejanísimo.

Y de esta manera fue… Cuando el pobre Aladino retornó a su hogar, no estaba su casa, ni sus criados, ni su esposa… Ya no tenía nada de nada.

Comenzó a plañir con desesperación y recordó que el anillo que llevaba en su dedo índice asimismo podía asistirle. Lo acarició y solicitó al genio que le devolviese todo cuanto era suyo mas, por desgracia, el genio del anillo no era tan poderoso como el de la lámpara.

– Mi amo, es imposible para mí concederte esa solicitud, mas sí puedo llevarte hasta donde está tu mujer.

Aladino admitió y de manera automática se halló en un lejano sitio al lado de su preciosa Halima, que por suerte, estaba sana y salva. Sabían que solo había una opción: recobrar la lámpara fantástica como fuera para poder retornar a la urbe con sus posesiones.

Juntos, inventaron un nuevo plan. Solicitaron al genio del anillo una dosis de veneno y Aladino fue a ocultarse. En el momento de la cena, Halima entró silenciosamente en la cocina del desalmado extranjero y lo echó en el vino sin que este se diese cuenta. Cuando se sirvió una copa y mojó sus labios, cayó dormido en un sueño que, tal y como les había prometido el genio, duraría cientos y cientos de años.

Aladino y Halima se abrazaron y corrieron a recobrar su lámpara. Fue entonces cuando le contó a su mujer toda la historia y el poder que la lámpara de aceite tenía.

– Y ahora que lo sabes todo, querida, volvamos a nuestro hogar.

Frotó la lámpara y como siempre y en todo momento, salió el enorme genio que siempre y en todo momento concedía todos y cada uno de los deseos de su señor.

– ¿Qué quieres esta vez, mi amo?

– ¡El día de hoy me alegro más que jamás de verte! ¡Llévanos a casa, viejo amigo! – afirmó Aladino riendo de dicha.

¡Y de esta manera fue! Halima y Aladino retornaron, y con ellos, todo cuanto el viejo les había robado. Desde entonces, guardaron la lámpara fantástica a buen recaudo y prosiguieron siendo tan felices como lo habían sido hasta ese momento.

© Cristina Rodríguez Lomba

Licenciada en Geografía y también historia. Especialidad Arte Moderno y Moderno.

Registrado en SafeCreative.

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