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La niña y el acróbata – Cenicientas.es

Hace muchos años vivía en la India una niña huérfana de padre y madre. Era una chiquilla bella, de carita redonda y ojos almendrados del color de la miel. Sus dientes parecían copos de nieve y tenía el pelo ondulado y negro como el azabache. Aparte de bonita, era benevolente y muy prudente para sus 5 años de edad.


Desde que tenía empleo de razón vivía en un orfanato y se pasaba el día soñando con hallar una familia. Creía que jamás llegaría ese instante, mas un día, pasó por su pueblo un acróbata y decidió adoptarla.


¡Qué contenta se puso! Metió lo poco que tenía en una maletita de piel y se fue con su nuevo padre a vivir una vida muy, muy diferente lejos de allá. El buen hombre la acogió con cariño y la trató como a una auténtica hija.


Desde el día que sus vidas se cruzaron, fueron de acá para allí recorriendo el país por el hecho de que se ganaban la vida representando un fabuloso número de circo. Siempre y en todo momento juntos y de la mano, paseaban múltiples quilómetros diarios. Cuando llegaban a una urbe, se ubicaban en el centro de la plaza primordial y hacían lo siguiente: el hombre ponía un palo mirando al cielo sobre su nuca, soltaba las manos, y la pequeña escalaba y escalaba hasta la punta del palo. Una vez arriba, saludaba al público haciendo una suave reverencia con la cabeza.


A su alrededor siempre y en toda circunstancia se arremolinaban un montón de personas que se quedaban pasmadas ante aquel acróbata, quieto como una escultura de cera, que mantenía a una niña en lo alto de una encalla sin perder el equilibrio ¡Más de uno se tapaba los ojos y viraba la cabeza de la impresión que le ocasionaba!


Sí, el espectáculo era excelente ¡mas asimismo muy peligroso! : un solo fallo y la niña podría desplomarse sin antídoto desde 3 metros sobre el suelo. Al acabar, todos y cada uno de los presentes aplaudían encantados y respiraban apacibles al ver que pisaba tierra firme, sana y salva.


Casi absolutamente nadie se iba sin dejar unas monedas en el cestillo. Cuando se quedaban en solitario, contaban las ganancias, adquirían comida y, tras una siesta, recogían los petates y tomaban el camino a la próxima población.


A pesar de que tenían mucha práctica y se sabían el número de memoria, el acróbata siempre y en toda circunstancia se sentía intranquilo por si acaso uno de los 2 cometía un fallo y la actuación terminaba en desgracia. Un día, le afirmó a la niña:


– He pensado que para eludir un accidente, lo mejor es que cuando hagamos el número, estés pendiente de mí y yo de ti ¿Qué te semeja? ¡Me asusta que te caigas del palo y te hagas daño! Si observas lo que hago y te vigilo a ti, va a ser mucho mejor.


La niña meditó sobre estas palabras y mirándole con ternura, le respondió:


– No, padre, eso no es de esta forma. Yo me encargaré de mí y tú de ti, puesto que la única forma de eludir una catástrofe, es que cada uno de ellos esté pendiente de lo propio. Tú intenta hacer bien tu trabajo, que voy a hacer bien el mío.


El acróbata sonrió y le dio un beso en la mejilla ¡Se sintió muy agraciado por tener una hija tan prudente y capaz de aceptar sus responsabilidades!


Y de este modo fue de qué manera, a lo largo de muchos años, prosiguieron alegrando la vida a la gente con sus acrobacias. Como era de aguardar, nunca ocurrió ningún accidente.


Moraleja: En la vida es excelente contar con el resto, mas antes de seguir, debemos aprender a cuidarnos a nosotros mismos y a ser responsables con nuestras labores. Si te esmeras día tras día por prosperar, por vencer tus temores y por hacer bien las cosas, vas a llegar lejos y te vas a sentir orgulloso de tus logros.

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