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En una aldea de China, hace muchos años, vivía un campesino al lado de su único hijo. Los 2 se pasaban las horas cultivando el campo sin más ni más ayuda que la fuerza de sus manos. Se trataba de un trabajo durísimo, mas se encaraban a él con buen humor y jamás se quejaban de su suerte.
Un día, un espléndido caballo salvaje bajó las montañas galopeando y entró en su granja atraído por el fragancia a comida. Descubrió que el establo estaba lleno de heno, zanahorias y brotes de alfalfa, con lo que ni corto ni perezoso, se puso a comer. El joven hijo del campesino lo vio y pensó:
– ¡Qué animal tan fantástico! ¡Podría servirnos de mucha ayuda en las tareas de labranza!
Sin dudarlo, corrió cara la puerta del cercado y la cerró a fin de que no pudiese escapar.
En pocas horas la nueva se extendió por el pueblo. Muchos vecinos se aproximaron a felicitar a los granjeros por su buena fortuna ¡No se hallaba un caballo como ese todos y cada uno de los días!
El regidor, que iba en la comitiva, abrazó con cariño al viejo campesino y le murmuró al oído:
– Tienes un hermoso caballo que no te ha costado ni una moneda… ¡Menudo regalo de la naturaleza! ¡A eso le llamo tener buena suerte!
El hombre, sin alterarse, respondió:
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Los vecinos se miraron y no comprendieron a qué venían esas palabras ¿Quizá no tenía claro que era un tipo agraciado? Un tanto extrañados, se fueron por donde habían venido.
A la mañana siguiente, cuando el labrador y su hijo se levantaron, descubrieron que el brioso caballo ya no estaba. Había logrado saltar la cerca y volver a las montañas. La gente del pueblo, abatida por la nueva, asistió nuevamente a casa del granjero. Uno de ellos, charló representando a todos.
– Venimos a decirte que lamentamos mucho lo que ha sucedido. Es una pena que el caballo se haya escapado ¡Qué mala suerte!
Una vez más, el hombre respondió sin torcer el ademán y mirando al vacío.
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Todos se quedaron meditabundos procurando entender qué había querido decir nuevamente con esa oración tan equívoca, mas ninguno preguntó nada por temor a quedar mal.
Pasaron unos días y el caballo retornó, mas esta vez no venía solo sino más bien acompañado de otros miembros de la manada entre aquéllos que había múltiples potrancas y dos potros. Un niño que andaba por allá cerca se quedó pasmado frente al hermoso espectáculo y después, muy conmovido, fue a informar al mundo entero.
Muchísimos curiosos asistieron en tropel a casa del campesino para felicitarle, mas su actitud les defraudó; pese a que lo que ocurría era algo inusual, sostenía una calma pasmosa, tal y como si no hubiese pasado nada. Una mujer se atrevió a levantar la voz:
– ¿De qué manera posiblemente estés tan sosegado? No solo has recuperado tu caballo, sino ahora tienes considerablemente más. Vas a poder venderlos y hacerte rico ¡Y todo sin desplazar un dedo! ¡Mas qué buena suerte tienes!
Una vez más, el hombre suspiró y respondió con su tono apagado de siempre:
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Desde entonces, pensaban todos, su comportamiento era anormal y solo le hallaban una explicación: o bien era un tipo rarísimo o bien no estaba bien de la cabeza ¿Quizás no se daba cuenta de lo agraciado que era?
Pasaron varias jornadas y el hijo del campesino decidió que había llegado el momento de domesticar a los caballos. Después de todo eran animales salvajes y los compradores solo pujarían por ellos si los entregaba absolutamente obedientes.
Para comenzar, escogió una potranca que parecía mansísima. Por desgracia, se confundió. Cuando se sentó sobre ella, la jaca levantó las patas delanteras y de un golpe seco le tiró al suelo. El joven chilló de dolor y apreció un crujido en el hueso de su rodilla derecha.
No quedó más antídoto que llamar al doctor y la nueva corrió como la pólvora. Minutos después, decenas y decenas de cotillas se plantaron otra vez allá para enterarse bien de lo que había sucedido. El médico inmovilizó la pierna rota del chaval y comunicó al padre que debería continuar un mes en reposo sin moverse de la cama.
El panadero, que había salido disparado de su obrador sin ni tan siquiera quitarse el delantal manchado de harina, se adelantó unos pasos y le afirmó al campesino:
– ¡Cuánto lo sentimos por tu hijo! ¡Menuda desgracia, qué mala suerte ha tenido el pobrecillo!
Cómo no, la contestación fue clara:
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Los vecinos ya no sabían qué meditar ¡Qué hombre tan extraño!
El muchacho estuvo doliente en cama muchos días y sin poder hacer solamente que mirar por la ventana y leer algún libro. Se sentía más desganado que un pingüino en el desierto mas si deseaba curarse, debía acatar los consejos del doctor.
Una tarde que estaba medio dormido dejando pasar las horas, entró por sorpresa el ejército en el pueblo. Había estallado la guerra en el país y precisaban reclutar muchachos mayores de dieciocho años para ir a combatir contra los contrincantes. Un conjunto de soldados se dedicó a ir casa por casa y como era de aguardar, asimismo llamaron a la del campesino.
– Usted tiene un hijo de veinte años y tiene la obligación de unirse a las tropas ¡Estamos en guerra y debe batallar como un hombre valiente al servicio de la nación!
El anciano les invitó a pasar y les condujo a la habitación donde estaba el enfermo. Los soldados, al ver que el muchacho tenía el cuerpo lleno de magulladuras y la pierna vendada hasta la cintura, se percataron de que estaba incapacitado para ir a la guerra; a duras penas, escribieron un informe que le libraba de prestar el servicio y prosiguieron su camino.
Muchos vecinos se aproximaron, de nuevo, a casa del granjero. Uno de ellos, exclamó:
– Estamos destrozados pues nuestros hijos han debido alistarse al ejército y van camino de la guerra. Quizás nunca les volvamos a ver, pero, tu hijo se ha salvado ¡Qué buena suerte tenéis!
¿Sabes qué respondió el granjero?…
– ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
Como has podido revisar, este cuento nos enseña que jamás se sabe lo que la vida nos depara. En ocasiones nos pasan cosas que semejan buenas mas que al final se dificultan y nos ocasionan inconvenientes. En cambio, en otras ocasiones, nos suceden cosas desapacibles que tienen un final feliz y mucho mejor del que aguardábamos.
Por eso: ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? … ¡Quién sabe!
© Cristina Rodríguez Lomba
Licenciada en Geografía y también historia. Especialidad Arte Moderno y Moderno.
Registrado en SafeCreative.
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